Llega un día normal y corriente, en el que acudo a mi médico de cabecera para que me ayude con una pequeña heridita que no acaba de cicatrizar bien. Una vez revisada y pautados los pasos a seguir, el doctor escudriña mi historial médico y pregunta:
- Observo que no suele venir mucho por aquí ¿verdad?
- Verdad absoluta –contesto yo-. ¿Debería? Ya puestos a preguntar, pues pregunto yo también ¿no…?
- Lo digo porque hace tiempo que no se ha hecho una analítica.
- Cierto, también –asiento yo-. Mira tú éste, así cualquiera acierta las cosas, con los apuntes delante, a mí nunca me hubieran cateado ninguna asignatura –pienso pa mis adentros-.
- ¿Me deja que le pida algunas cosillas? –me pregunta muy educado el facultativo-.
- ¡Hombre!, por pedir, puede usted pedir; pero ya le digo yo que no estoy en condiciones de dar mucho, ¿eh…?
El médico se ríe y pronto aclara la pregunta.
- Perdone, me he expresado mal. Quería decir que si le importa que le prescriba una analítica completa, con tiroides incluida, más una densitometría, para ver la densidad de los huesos.
- ¡Madre de Dios! Qué mal debe haberme visto usted. Yo venía a revisarme un rasguño y poco más que me manda a urgencias.
- Jajaja. No, no se asuste. Es que hace poco que he retomado mi plaza en esto Centro de Salud y quiero ponerme al día con mis pacientes.
- Ah… La verdad es que no lo había visto nunca. ¿Estaba usted de excedencia? Tiene aspecto de ser de “Médicos sin Fronteras” - le interrogué yo-. Ya habíamos entrado en una rueda de pregunta-respuesta, como si fuéramos la mar de amiguitos.
- No precisamente. Aunque también he ejercido de médico en una ONG, vengo de estar unos años desarrollando mi profesión desde otro prisma: la política –dijo en un tono no muy risueño-.
- ¡Uy!, con la Iglesia hemos topado…
- Sí, más o menos. Ahora me han invitado a salir de ella y vuelvo otra vez a mis orígenes.
¡Ah, mira, si además de médico es diplomático el hombre…!
- Si es que siempre se ha dicho que: “El que de casa se va, a casa vuelve”- dejé caer yo, como buena usuaria de los refranes que soy-.
- Jajaja. Así es, y la verdad que estoy muy a gusto. Es volver al trato directo con los pacientes.
- Pues sí. Aunque tal y como está la cosa con la Sanidad y la Educación; yo me dedico a la enseñanza -le dije- (no sabía cómo meterle que yo era maestra. Más que nada por justificar la pequeña rectificación del principio) igual sería mejor dedicarse a hacer macramé.
- Jajaja… Sí, tiene usted razón, pero voy a retomar la verdadera esencia de la profesión y ya voy viendo. De todas formas, no descarto su idea. Gracias –dijo con gesto de seguir con la broma-. Y ahora, ¿me da usted permiso para que le realicen estas pruebas?
- ¡Sí, sí claro! ¡Cómo no! A mí me gusta que me mimen mucho y que estén muy pendientes de mí. Y a falta de pan, buenas son tortas… -solté otro de mis refranes-, por no decirle abiertamente: “Me ha caído usted bien y me dejo hacer de conejillo de indias, así, va rompiendo algo de mano, porque imagino que tantos años ejerciendo en la política, pocas analíticas habrá valorado últimamente”.
- ¡Perfecto! –dijo todo risueño, cual niño que le permiten hacer algo que ansía con verdadero fervor-. Baje usted a ventanilla, le darán las citas correspondientes y al cabo de una semana, venga otra vez a consulta, que ya tendré los resultados.
- Ah, pues muy bien. Muchas gracias, doctor.
Y me fui la mar de contenta a pedir mis citas médicas. ¡Es lo que hay, oye! Al fin y al cabo, citas son…
Una vez realizadas todas las pruebas y pasado el tiempo estipulado, volví a la consulta de mi querido médico de familia que tanto estaba procurando por mi bienestar físico y psíquico. Sí, sí, psíquico también, porque algo de psicólogo tuvo que hacer cuando, una vez aposentada en la silla de la consulta y con total tranquilidad, le pregunto por los resultados de mi exhaustivo examen.
- Bien Begoña, he estado mirando tus resultados. Ah, perdona ¿te puedo tutear?
- Uy, por favor… Claro que sí. Faltaría más. Tuteémonos, que si no, nos hacemos más mayores. Dime, dime, ¿todo bien, verdad?
- Te cuento: la densitometría te ha salido algo justita. No estás mal, pero tendrás que empezar a cuidarte tomando alimentos que tengan calcio; ya sabes: leche, queso, yogurt... Pero lo que sí te ha salido algo alto, es el colesterol.
- ¡¡Perdonaaa…!! ¿Yo colesterol….? Yo esas ordinarieces no tengo, ¿eh? -increpé yo muy sorprendida- Pero si yo soy de comer muy poco. No como grasas, ni comida basura, ni na de na.
- Eso no tiene nada que ver, Begoña. Igual es algo genético. Tendrás que revisar lo que comes, que no tenga grasas, ni aceite de palma y hacer ejercicio, a poder ser diario. No digo yo que te mates ni te dejes la piel en un gimnasio, pero caminar todos los días media horita te vendría bien para bajar esos niveles de colesterol.
- Ay, calla, calla. Qué mal suena esa palabra. Jamás pensé yo que llegaría a tener la cosa esa.
- Tranquila mujer, si sigues estas pautas alimenticias y con ese poco de ejercicio verás como pronto vuelves a la normalidad. En pasar Navidad vuelves y repetimos la analítica.
- Hombre, en pasar Navidad… Casi que lo dejamos para un poquito más allá de las Navidades, porque de lo contrario, menudas fiestas me esperan…
- De acuerdo. A finales de enero te espero –me concedió muy amablemente el doctor-.
- Venga pues, muchas gracias por todo.
Y salí de la consulta con aspecto cariacontecido. Yo, que había entrado bien derecha, con la cabeza bien alta, los hombros hacia atrás y toda risueña, como aquel que le hace un favor a un médico en prácticas, con total seguridad que no hallaría nada en mis resultados con los que recrearse en su ansia por ver algo anormal (porque no nos engañemos, a un médico, lo que le gusta es encontrar anomalías en sus pacientes, porque así se van curtiendo) salí como perrito asustado, con las orejas gachas y rabo entre piernas. Bueno, rabo no tengo, pero ya me entendéis… (en ocasiones, los refranes no se me ajustan del todo bien…).
Ya en mi casa, me dejé caer en el sofá con la analítica en las manos y la mirada perdida en el color piedra de las paredes del salón, con una única imagen en mi mente: la sangre queriendo discurrir de forma fluida por mis pobres venas, mientras éstas, recubiertas de una inesperada graseja, sufrían lo indecible por realizar de forma eficiente su función de hacer llegar a mi corazón el fluido exacto en cantidad y calidad. ¡Realmente desolador!
De pronto, di un brinco y me levanté del sofá. ¡Manos a la obra! –me dije-. Al colesterol este, le voy a dar el pasaporte en menos que canta un gallo. Y me dispuse a revisar todos y cada uno de los alimentos que solía comer en mi dieta. ¡Dios mío! si casi todos ellos llevan el aceite de palma dichoso. Voy a tener que ponerme seria si no quiero acabar tomándome una pastillita diaria como las abuelitas. ¡Me niego!
Y aquí es dónde viene la segunda parte del suplicio: ir al súper a comprar alimentos sanos y equilibrados, que me ayuden a quitarme esta lacra de encima.
Si de normal tardo media horita en hacer la compra que necesito para llenar la despensa y la nevera, ahora, el tiempo se duplicó, porque tuve que ir mirando cada una de las etiquetas que adornan los envases, para comprobar todos y cada uno de los componentes, conservantes, aromatizantes, edulcorantes, colorantes y potenciadores del sabor que llevan los alimentos que meto en la cesta. Yo, que soy animalito de costumbres y suelo recorrer los pasillos de Mercadona hasta con los ojos cerrados, cogiendo como una autómata todo aquello que sistemáticamente necesito para mi menú semanal, ahora no solo tenía que hacerlo con los ojos abiertos, sino que tenía que ponerme las gafas, porque de cerca no veo tres en un burro y menos con la letra diminuta de las etiquetas, que dicho sea de paso, creo que los fabricantes ya lo hacen con premeditación y alevosía para que no veamos toda la porquería que nos metemos en el cuerpo.
La guinda del pastel la pongo cuando llego al lineal de los yogurts, en donde se exponen todos esos “productitos” que tan cansinamente nos anuncian en TV y que según dicen, ayudan a bajar el colesterol de nuestras arterias, a dar densidad y calcio a la incipiente fragilidad de nuestros huesos o a ir a visitar al Sr. Roca con más frecuencia… Claro, aquí la escena ya es desgarradora, porque heme allí, frente a los botellines con forma de bolos diminutos, mirando disimuladamente a izquierda y a derecha, para cerciorarme que no hay ningún intruso que pueda dilucidar que este cuerpecito mío está acechado por este mal tan común y quede grabado en mi frente, cual estigma de Santa Rita, la marca del colesterol. ¡Quita, quita!, que ya me veo siendo señalada todas las semanas, escuchando por lo bajini: “mira, ahí va la del colesterol…”.
Así es que rápidamente y casi sin mirar, cojo los dichosos botellines y los deposito medio escondidos debajo de las lechugas, la alfalfa y todas los hierbajos que llevo en mi carro de la compra, de manera que pueda acabar de hacer el recorrido por el súper sin que nadie me escudriñe lo que llevo en él.
Pero todavía no acaba aquí la tortura, nooo... Lo peor está por llegar. Por muchas peripecias que una haga para no ser descubierta, llega un punto en el proceso de toda compra en el que has de pasar por el detector, por ese radar que todo lo escruta y analiza. Efectivamente, la caja, con su respectiva cajera, que sin ningún tipo de miramiento ni empatía hacia la persona que tiene frente a sí -es decir, yo- va pasando con total parsimonia todos y cada uno de los productos de mi cesta, regocijándose, si cabe, por la peculiaridad y tristeza de la misma. Con una sutil sonrisa, acompañada de un arqueo de cejas totalmente socarrón, me indica el importe a pagar. Le doy con desgana la tarjeta, mientras me apresuro a colocar en las bolsas toda la compra, eso sí, sin ningún tipo de orden ni clasificación, por aquello de pasar el trago cuanto antes.
Ya por último, y una vez desangrada mi tarjeta, la cajera me despide con un: “Adiós, que le vaya bien”. Y yo, que además de haber sido diagnosticada de colesterol, tengo la susceptibilidad a flor de piel (esto me lo he diagnosticado yo solita), me despido de la señorita, con un: “Igual-men-te”; así, como silabeando, a la vez que pensando para mis adentros: “Arrierillos somos y en el camino nos encontraremos…”
Y salí de allí, como alma que lleva el diablo…
Queridos amigos, como podréis comprender, desde que mi recién reincorporado médico de cabecera me diagnosticó colesterol, el realizar la compra semanal me resulta bastante agotador, además de dejar por el subsuelo toda mi autoestima, dignidad y mi glamour. Así es que a partir de ahora y hasta que no restablezca los niveles óptimos de mi organismo, he decidido realizar la compra semanal, on line.
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