SABER ESTAR: “EN LAS PROCESIONES”
Hace unos años, me prometí a mí misma el procesionar el Viernes Santo detrás del Cristo Del Salvador, en la Semana Santa Marinera de Valencia.
Este año he cumplido aquella promesa que me hice, pero a pesar de haber hecho realidad ese deseo, a pesar de ir con ese ansia, fervor y convencimiento que te proporciona la Fe, mi experiencia no fue todo lo gratificante que hubiera deseado. Y no fue así porque me decepcionase el acto, o me fallase el sentir hacia ese mi Cristo Del Salvador, sino porque falló la gente o, mejor dicho, falló la actitud de la gente, falló ese “Saber estar”. Y las personas también deben saber estar en las procesiones.
Son muchísimas las personas que procesionan detrás de esa imagen del Cristo con larga melena, portada paulatinamente a lo largo de tan extenso trayecto, por todos y cada uno de los brazos de aquellos hombres que así lo desean.
Yo era una de esas personas que ondeaba en esa marea humana de Fe. Y digo ondeaba, porque a lo largo de todo el trayecto, -y doy fe que dura muchas horas-, iba haciendo ondas en mi caminar buscando un hueco donde encontrar algo de silencio, algo de recogimiento donde sentirme, - a pesar del gentío- a solas con el Cristo; donde agradecerle TODO, donde hablar en silencio con Él, donde pedirle por los míos y donde rogarle que nunca me suelte de la mano.
¡Pero no pude!
En uno de los huecos en los que me ubiqué, me puse al día de las tomas de pecho que una recién estrenada mamá le daba a su bebé; mientras, la madre y la hermana galardonadas ya con la experiencia, le daban todo tipo de instrucciones de lo que sería más conveniente o no para el recién nacido. Decidí ondear un poco y buscar otra orilla, cuando la primeriza decidió sacar el móvil y sin el más absoluto comedimiento en su tono de voz, llamó a su marido para darle instrucciones de lo que debía hacer en caso de que su retoño se despertase por el ruido de los tambores, o se le despertase el apetito. La joven rió a carcajadas… Imagino la respuesta del padre de la criatura.
Ya ubicada de nuevo, intenté quedarme a solas con mis pensamientos y con mi Cristo. ¡Tampoco pude! Tres señoras cogidas del bracillo, cuestionaban el código genético de un señor que iba delante de ellas. Al parecer, al caballero, se le conocía la madre, pero no el padre. Aunque, según ellas, que lo iban observando minuciosamente, tanto en sus rasgos físicos como en sus ademanes, era la viva estampa de su padre. El que ellas creían, ¡claro!
En fin, hice varios cambios de orilla, me adelanté, me rezagué dentro de esa marea humana, pero en todas y cada una de mis posiciones, lo único que escuchaba era historias; historias que nada venían a cuento con el acto que se estaba celebrando y en el que estábamos participando.
Decidí pues, quedarme quieta y dejar de ondear, e intenté hacer un ejercicio de abstracción y verdadera concentración. Pero me fue prácticamente imposible. No podía concentrarme, eran tantas las voces, tantas las historias….
Finalmente, bien adentrada la noche, llegamos a su pequeña capilla, situada en pleno barrio del Cabañal. La gente se fue rápidamente. Ya habían cumplido. Fue entonces cuando, antes que cerrasen las puertas del pequeño habitáculo, pude estar cinco minutos a solas con Él.
Camino de vuelta a mi casa, deshaciendo el trayecto realizado, anduve largo rato por las calles solitarias y ahora sí, silenciosas, del barrio del Cabañal.
¡Entonces sí que pude hablar con Él!
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