Hola amigos.
Hoy quiero contaros una anécdota que me sucedió esta semana y que me hizo experimentar sentimientos encontrados: susto, impotencia, disgusto; pero a la vez, sorpresa, agradecimiento y admiración.
Os cuento: una de estas tardes en que estaba algo nerviosilla, decidí ir a la playa a darme un buen baño de agua y sol. A mí, el mar me relaja y si encima me doy una siestecita mientras me cantan al oído los más grandes autores de música romántica francesa, pues qué queréis que os diga, me quedé como filete de ternera al fuego, boca abajo y soltando babilla por la boca.
De pronto, alguien interrumpió mi levitación mental zarandeando mi brazo. Mientras mi mente intentaba volver a mi cuerpo, mi ladeada cabeza se incorporó levemente intentando buscar quién estaba irrumpiendo en mi desdoblamiento. Georges Moustaki con su “Le Métèque”, me impedía oír lo que una chica arrodillada a mi lado me estaba queriendo decir; sin embargo, con su gesto me indicaba que mirara a un chico que se iba tranquilamente por la orilla de la playa. Cuando mi cuerpo y mi mente se fusionaron de nuevo, di un brinco en la toalla, retiré los auriculares de los oídos y tras un ¿perdona? (ahora se lleva mucho decir esto), la chica volvió a repetirme: “creo que ese chico que va por ahí te ha robado algo del bolso”.
El corazón se me subió a la garganta, miré el capazo, de pronto percibí que no llevaba el suje del bikini, -como estaba boca abajo me lo había desabrochado por aquello de las marquitas antiestéticas-, dejé de buscar en el bolso, intenté ponérmelo pero no atinaba a abrocharme el pasador, desistí en el intento porque rápidamente mi cabeza pensó en el coche, las llaves del coche, las tenía en el bolso de playa. De nuevo, redirigí mi búsqueda, poco a poco fui sacando mis escasas pertenencias, libro, gafas, protector solar, crema labial… Uf, menos mal, llaves del coche. ¡Qué susto! Por un momento pensé que me había quedado sin coche.
- No, no. No me ha robado nada.
- ¿Seguro? Míralo bien – insistió la chica - creo que ha sacado algo de dentro.
A la vez que volvía a repasar cada uno de los elementos, poco a poco, iba tranquilizándome y recuperando mi estado normal de consciencia.
- Sí, sí. Lo tengo todo… ¡Ay, nooo! - rectifiqué rápidamente, volviendo a sentir mi corazón en la garganta –. Me falta el monedero.
La joven me volvió a señalar al chico que ya estaba adquiriendo distancia. Yo no sabía si echar a correr detrás de él. Por una parte tenía las domingas de fuera – que aunque hay poco material, pero están ahí – por otra, mi mente, que ya estaba en pleno funcionamiento planteó una cuestión lógica (bueno, al menos para mí, y no me digáis que a vosotros jamás se os hubiera ocurrido esto porque entonces me hundís en la miseria y me rebozáis de remordimientos): ¿Y si esto es pura estrategia de marketing de una banda coordinada de “chorizos”? Begoña, que nooo, no pienses mal, a esta chica se le ve maja y no tiene pinta de “manganta” - me cuestionaba y a la vez me respondía, yo solita-. Ay, ¿quién sabe? Éstos del marketing tienen todo estudiado; ponen al chorizo con pinta de malo y a la chica bondadosa y servicial con pinta de buena. Son estrategias comerciales muy depuradas, independientemente de cuál sea el negocio.
Volví a tranquilizarme e hice gala de mis dotes de buena observadora, y ahora sí, observé detenidamente a la joven y di por seguro que era una buena chica que había procurado por mí y por mi patrimonio.
- Es que le he visto que se paraba a tu lado – me detallaba detenidamente la escena – y yo, que lo estaba observando desde mi hamaca, pensaba ¡qué guarro!, cómo le está mirando el culo; pero luego me he dado cuenta que lo que estaba mirando era tu capazo, (claro, mi culo está ya para pocas miradas) hasta que ha metido tranquilamente la mano, ha sacado algo de él y se ha ido andando tan tranquilo. Por eso te lo he dicho, porque ha cogido algo, ¡seguro!
- Sí, sí, ya lo creo que ha cogido, el monedero en el que llevo siempre unas cuantas monedas por si he de comprarme algo en el chiringuito para no deshidratarme después del desgaste energético de los desdoblamientos (esto último lo pensé, pero no se lo dije para no asustarla).
Menos mal que sólo eran unas monedas, que no llevaba ni tarjetas, ni documentación, y sobre todo, las llaves del coche. ¡¡Qué susto me he llevado!! De verdad muchas gracias por avisarme, has sido muy amable – afirmé yo, sin intención de salir corriendo a por el caco; no porque todavía creyese que era una estrategia, sino porque ya no lo hubiera pillado –.
La chica se fue a su hamaca y yo quedé sentada en mi toalla, recomponiendo mi escueto vestuario y ordenado mis escasas pertenencias.
De pronto veo que un joven sale disparado como una bala por delante de mí. Lo observo y percibo que va en busca del chorizo. Sorprendida, miro a la chica de la hamaca y con la cabeza me afirma diciendo: “se lo he dicho yo”.
A los pocos minutos vuelve, se detiene delante de mí y me dice:
- Lo siento, he conseguido placarlo y he recuperado un monedero, pero era el de un señor al que también se lo había robado; sin embargo, no he podido recuperar el tuyo. Posiblemente lo llevase en el bolsillo.
Yo, que todavía no había salido de mi asombro y un poco tartaja le digo:
- Pe-pe-pe-ro, hombre, no tenías que haber ido detrás de él. Llevaba sólo unas monedas y te arriesgas a que te de un navajazo o algo; con éstos, nunca sabes, como van drogados y están algo zumbados.
- ¡Qué va! Es lo mínimo que podía haber hecho. Lo siento de verdad, no haber recuperado tu monedero.
Mi mente volvía a ponerse cual batidora intentando procesar todo lo que estaba ocurriendo. Mientras observaba la camiseta del chaval, averigüé que era el del puesto de las hamacas y ahora, aún más, no daba crédito a lo que estaba oyendo. Un joven de veintitantos años, había dejado su trabajo y se había echado a correr porque una chica le había dicho que me habían robado el monedero…
¡¡Madre de Dios!! Alguien, que no me conoce, que ni tan siquiera le había alquilado una hamaca, está corriendo como un jabato y defendiendo mis intereses. No me lo puedo creer...
- De verdad, muchísimas gracias. No sé qué decirte. No sé cómo te lo puedo agradecer. Me he quedado sorprendidísima por lo que has hecho. No me conoces de nada y has ido detrás de ese impresentable.
- Que no, que no. No me tienes que agradecer nada. Es lo mínimo que he podido hacer. Y lo siento, de verdad, no haber podido recuperar tu monedero.
Yo no salía de mi asombro. No sabía cómo agradecerle lo que había hecho por mí. Pensé en alquilarle una hamaca o en invitarle a una cerveza, pero decliné las opciones, la primera por tonta y la segunda por el alcohol. ¡Pero qué digo! si ni tan siquiera eso hubiera podido hacer ya que no tenía ni un euro. Así que no se me ocurrió otra cosa que invitarle a sentarse en mi toalla. Así, sin más. El chico aceptó, y tras las consabidas presentaciones, fui a saco; yo quería saber más de aquel joven que con su actitud tanto me había sorprendido.
- ¿Sabes una cosa Alexandre? – le dije yo – en los tiempos que corren es raro ver un comportamiento como el que tú has tenido conmigo.
- ¿Tú crees? Pues a mí es como me han educado. Vengo de una familia humilde, muy humilde, y mis padres siempre me han inculcado la ayuda al prójimo, el enfrentarse a las adversidades, el luchar por lo que uno quiere…
- ¡Qué dices!, si ahora parece que eso está ya demodé dentro de los parámetros educativos.
- Mira, Begoña, te voy a contar algo muy personal – la cosa pintaba bien; se estaba poniendo interesante –.
- Cuenta, cuenta – dije yo, acomodando mi culete a la toalla y afinando mi oído para no perder detalle –.
- Hace unos años, a mi familia y a mí nos desahuciaron y nos quitaron la vivienda por no poder pagarla. Mis padres estaban en paro y yo estaba estudiando. Me tuve que poner a trabajar para ayudar en casa; esto hizo que no pudiese aprobar todos los créditos de ese curso y la Consellería de Educació, no me concedió la beca para el próximo año y además me reclamó la que me había concedido. Lo pasamos muy mal aquella temporada, no podíamos devolver el dinero, estábamos en un situación límite, tanto es así, que la noticia llegó hasta la prensa. Desde ese momento Begoña, pensé que nada ni nadie iba a impedir que saliésemos de esa situación. Trabajé y estudié sin descanso, y poco a poco fui sacándome el grado en Conservación y Restauración de Bienes Culturales. Ahora estoy acabando el trabajo de final de grado.
- Caray, me dejas sorprendida. Y cuando acabes el TFG, ¿tienes pensado algo?
- Quiero irme a Italia para seguir formándome y ver si encuentro, a la vez, una vía profesional; pero para ello, posiblemente tenga que seguir trabajando un año más en todo lo que me salga y reunir algo más de dinero para conseguir así mi objetivo y por supuesto mi sueño. Y lo conseguiré, sabes Begoña, ya lo creo que lo conseguiré.
Me quedé abducida por la historia, y después de unos segundos en volver a mi estado natural, conteste:
- Estoy segura que lo conseguirás, Alexandre. Cuanta falta hace la cultura del esfuerzo de la que tú haces gala: tener sueños, marcarse objetivos y trabajar incansablemente hasta conseguirlos. Eres de admirar y digno ejemplo a seguir. Te doy la enhorabuena por tu actitud y a tus padres, por la educación que te han dado.
Y esta es la historia de Alexandre, este jovenzuelo del chiringuito 13 de la playa de la Malvarrosa (mi número de la suerte, por cierto), que no escatimó esfuerzos en ayudar a sus padres, en formarse académicamente pese a las dificultades económicas, y en ayudarme a mí. ¿Qué qué?
Al cabo de un ratito, ya vino la Policía de playa – Alexandre les había dado un toque –, relatamos lo sucedido, y ya me despedí de este joven tan cargado de valores, no sin antes avisarle de que iba a escribir un artículo sobre él y se lo haría llegar a través de las redes.
Muchas gracias, de nuevo, Alexandre y mucha suerte en tu camino. Y por supuesto a la chica que me dio el toque y que fue la que movió todo el engranaje de esta historia.
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