Buenos días:
Ayer mientras iba sentada en el autobús urbano, no pude dejar de escuchar a una señora mayor y a su hija. No es que quisiera cotillear (bueno, algo también, para qué nos vamos a engañar), sino que el tono de voz de la hija, era bastante elevado, ya que iba riñendo a su madre, en el asiento justo delante mío.
La situación era la siguiente: por lo visto, la madre, de unos 80 años ya cumpliditos, había recibido una carta en la que estaba invitada para acudir a algún sitio (más información no pude obtener…), y le preguntaba a su hija, cómo podía acudir a tal sitio, a tal evento. A la vez, dudaba -y así se lo transmitía a su hija-, la conveniencia de ir o no. La hija, le indicó el número de línea de autobús que tenía que coger. La madre, volvía a dudar si ir o no ir; si coger ese autobús o coger un taxi. En fin, que estaba un poco aturdida sobre qué decisión tomar al respecto. La hija, ya con acritud y tono bastante elevado, contestaba a la madre que hiciera lo que quisiera, que ella ya le había dicho qué autobús coger, que si quería coger un taxi, podía llamar, y a la hora que ella decidiese, el taxi estaría bajo de su casa…
La señora, le comentaba a la hija que tenía la dirección del evento en cuestión en una carta que le habían enviado. La hija, ya más subidita de tono, le increpa: ¡¡A ver, dame ese papel!! Lo lee, le vuelve a decir lo mismo que antes, pero ya si cabe, más enfadada y haciendo volver hacia ellas, madre e hija, todas las miradas de los que en el autobús viajábamos. Después de haberle repetido por tercera vez cómo tenía que ir, con qué medio de transporte y demás, la hija, finaliza el sermón con la siguiente frase:” …y si lo que quieres es que te lleve yo, me lo dices y
acabamos antes, pero deja ya de marear, que eres muy pesada, mamáaaa…”
Yo, que estaba mirando (no porque estuviese mirándolas, sino porque las tenía delantito mío…) no pude más que quedarme perpleja de cómo trataba esa hija a su madre, de cómo la hablaba. Y me pregunté: ¿cuántas veces, esa madre le habrá explicado a su hija las cosas, cuando ésta era pequeña y le peguntaba una y otra vez? Estoy segura que no una, ni dos ni tres, sino cientos de veces, y además, estoy segura que contestaría con todo el cariño y amor del mundo. ¿Cuántas veces, esa hija, en su infancia, estaría aturdida o no se aclararía con algo, y su madre intentaría explicárselo y ayudarla para que lo comprendiese? ¿Cuántas veces, esa madre, habrá tenido que acompañar a su hija a miles de sitios y en multitud de ocasiones y se habrá desvelado por ella, con tal de ayudar a su hija en lo que ésta necesitase?
¿Por qué esa dedicación que los padres ofrecen a sus hijos, de forma totalmente altruista e incondicional, luego no revierte en ellos con el mismo cariño, con el mismo amor, con la misma dedicación y con el mismo respeto?
Evidentemente no voy a generalizar. ¡Faltaría más!; pero no es la primera vez que observo esta actitud por parte de los hijos hacia sus padres. Es más, la he observado bastante.
Mirad, nuestros padres, se hacen mayores, van perdiendo audición, reflejos, agilidad, se aturden, se despistan, se les olvidan las cosas, repiten una y mil veces lo que nos han contado, como si fuera la primera vez que nos lo están diciendo; se vuelven celosillos, desconfiados si cabe, muy susceptibles… Todo, todo lo que queráis decir de ellos. ¡Pero es ley de vida! A nosotros, también nos pasará y haremos lo mismo que ellos están haciendo ahora, o quizás crecido y aumentado. ¿Quién sabe? ¿Qué ocurre, pues? ¿Que si eso se hace de niño es diferente? Si un niño es torponcete, o repite las cosas mil veces, hace más gracia, ¿no? Porque es un pequeño y es como que se le disculpa. Al igual que como es pequeño, los padres están en la obligación de llevarle a todos sitios, de solucionarles la cosas, de explicarles mil veces aquello que no entiende. ¿Es eso? Pero si uno es ya mayor, la cosa ya cambia, no hace gracia, no es tan comprensible.
La vida es un volver a lo mismo; es como una montaña que subimos y luego bajamos. Empezamos como papel en blanco, sin saber hacer nada, sin valernos por nosotros mismos. En ese papel en blanco, nuestros padres, van consiguiendo que se llene de aprendizajes, de educación, de valores, de vivencias, de sentimientos, de cuidados… para luego acabar nuestra existencia más o menos igual, sin saber hacer lo que hacíamos de forma totalmente autónoma, con dificultades para andar, para comprender incluso… Eso sí, acabamos con más altura, más arrugas, más torpeza, pero sobre todo con más vivencias y más sentimientos encima nuestro. ¿Por qué no intentamos que en este final del trayecto de la vida de nuestros padres, ellos obtengan, sino todo, al menos todo lo más que esté en nuestras manos, de lo bueno que ellos nos han dado?
Son nuestros padres; lo han dado todo por nosotros. ¿Y si los tratamos ahora como ellos nos trataron a nosotros? Es lo menos que podemos hacer por ellos.
¿No os parece?
Hasta pronto.
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